Ideologias

En un panorama político cuya máxima ha sido siempre la de situarse en un bando y llevarle la contraria al otro puede suceder que cuando los progresistas se convierten de la noche a la mañana en los represores a los otros se les escape de vez en cuando una sensatez (aún en contra de su voluntad).

 

Al observarlo uno se siente como esos niños que jugando a aquello de si-no-si-no-no-si comprueban entusiasmados como el cerebro, en cuanto tiene ocasión, se relaja y deja de pensar para pasar al modus automático.

 

Y es que hay una cosa que todo político que quiera llegar lejos tiene que saber y es que, más importante que preocuparse por los problemas de la población, es el dominio de la dialéctica (una dialéctica muy básica eso si). Esta dialéctica consiste en que se ponga especial atención en que en los discursos se emitan siempre dos mensajes, uno directo y otro indirecto. El segundo, que es también el más importante, siempre debe dejar clara una cosa, lo peores que son los otros.

 

La finalidad es que los votantes terminen considerándolos a ellos como la única posibilidad, es decir, asegurarles el poder. Todo lo demás puede esperar.

 

Dicho todo esto, habría que añadir que si la oposición que no hiciese oposición la democracia no sería democracia.

 

Los votantes, por razones tanto históricas como neurobiológicas, completamos la jugada con nuestra tendencia al pensamiento dicotómico (que tan bien les viene a los partidos) que provoca que, por mucho que nos estrujemos el cerebro, siempre lleguemos a la misma conclusión: si cuestionamos a los unos, les damos la razón a los otros.

 

Y como los otros nos dan tanta grima, directamente no cuestionamos a los unos.

 

Hacerlo podría significar ampliar la democracia a algo más que el gesto de depositar el voto en una urna cada cuatro años (o cada dos por tres). Y luego quejarnos.

 

Viene a redondear la ecuación el miedo, que ha calado tan hondo que ya no somos capaces de pensamiento crítico, si es que lo fuimos alguna vez. La represión y el control los aceptamos ya como medidas imprescindibles, aunque insuficientes. Y criticamos al gobierno, no por privarnos de derechos básicos, sino por su falta de contundencia y su incapacidad de controlar a cuarenta millones de personas entre las cuales suponemos un alto porcentaje de incivicos e irresponsables.

 

Pobres de aquellos que, después de más de 40 días de encierro, comienzan a sufrir los efectos pero, al no poder cuestionar a los responsables a los que siempre han considerado "los sensatos", se ven obligados a a quejarse al vacio, arremter contra el virus (lo cual por algún motivo no les deja satisfechos) o a redirigir su frustración hacia a la oposición que se empeña, oh sorpresa!, en llevar la contraria.

 

-Menos mal que tenemos un gobierno progresista, sino sería peor, les gusta exclamar.

 

Estoy con Wittgenstein; hay que comenzar por el lenguaje. Definamos peor, sigamos con progresista, y así sucesivamente.

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