
En mi trabajo de psicoterapeuta me encuentro cada vez más frecuentemente con mujeres jóvenes con un conflicto entre su ideología feminista y su deseo de ser madre.
Cuando deciden tomar esta decisión sienten que van a decepcionar a sus amigas, ante las cuales siempre dieron la imagen de independientes y empoderadas.
Lo que estas mujeres temen es lo de siempre; el rechazo social.
El miedo al rechazo hace que nos sometamos a presiones externas y renunciemos a nuestros deseos.
Existe, actualmente, una nueva presión sobre las mujeres:la presión feminista.
En las ubicuas charlas sobre feminismo, algunos de los temas de los que se quejan recurrentemente sus representantes es de la dificultad que tienen las mujeres para acceder a según qué puestos o sueldos en el ámbito laboral.
El cuestionamiento penetrante del rol de madre y de las oportunidades que las mujeres perdemos por dedicarnos a la crianza parecen dar por supuesto que ser madres, no trabajar o dedicarse a labores domésticas fuese algo deleznable que hubiese que evitar a toda costa.
Cierto sector femenino ha interiorizado estos valores y se encuentra, en el momento en el que deciden ser madres, además de con las contradicciones de su propio discurso, con el rechazo real del grupo feminista con el que hasta el momento se sentían identificadas.
La sociologa Orna Donath publicó hace unos años „Madres arrepentidas“ un libro en el que da voz a una serie de madres que se arrepienten de haberlo sido y hablan de la presión social que les llevó a tomar esta decisión.
No sabiendo oponerse a ella se convirtieron en madres insatisfechas no una sino varias veces (ni siquiera la brutal experiencia de rechazar a sus hijos les dió la fuerza suficiente para enfrentarse a la presión social).
La sociedad siempre ejerce presion sobre los individuos (y esta termina siendo ejercida por los propios miembros unos contra otros) y hay dos maneras de luchar contra ella.
La primera es adherirse a una causa y la segunda rechazar la presión concreta en el momento en el que se hace efectiva y en solitario. Ambas son importantes y no se excluyen. La primera no va nunca a sustituir a la segunda y la única que nos „empodera“ como individuos es la que ejercemos en solitario.
La primera es, sin embargo, más golosa, sobre todo cuando la causa es apoyada por el poder (lo cual ya debería hacernos desconfiar) porque nos ofrece plataformas de expresión, subvenciones y muchas otras facilidades.
Pero por suerte (o por desgracia) todavía nos queda un resquicio de libertad individual que nos obliga a decidir y es de eso de lo que la causa feminsta parece olvidarse cuando señala siempre el problema fuera de las mujeres.
Pues aquel que ve siempre el problema fuera, sin plantearse sus posibilidades de acción individual, termina victimizándose.
Y esto es lo que esta pasando con las mujeres; pretendiendo emanciparse se estan volviendo víctimas de su propia causa y se están cargando con nuevas presiones sociales.
Rebelión en la granja, de Orwell, nos cuenta como el poder es siempre poder y puede cambiar de rostro.
Y es fundamental que aprendamos a reconocerlo.
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