Uno de los mayores mitos de la psicología popular, explotado hasta la saciedad por los libros de autoayuda, es el del perdón como solución a nuestros problemas y secreto de la felicidad.
La idea subyacente a esta fórmula es que nuestros tormentos no son producto del daño que en algún momento alguién nos hizo, sino del rencor que nosotros le guardamos.
Rencor, que en el fondo no es otra cosa que nuestra incapacidad de olvidar.
Esta incapacidad de olvidar, que es solo emocional (pues realmente acabo olvidando el desencadenante de modo que mi sentimiento negativo se queda dentro de mí flotando libremente sin objeto), tiene una función: evitarme el dilema que me crearía recordar la ofensa y no ser capaz de enfrentarme al ofensor.
Pues ese es en realidad mi problema: que tengo miedo pero no quiero confesármelo.
Este patrón de aceptar la ofensa puede ser tan recurrente que acabe derivando en una depresión, esa que los psiquiatras llaman endógena, acabando de un plumazo con posibles causas externas.
Ahora la culpa es definitivamente nuestra, representados por nuestros neurotransmisores.
Aunque la primera explicación - me siento mal porque alguien en algún momento me trató mal y yo no pude o no supe defenderme- parece la más sencilla y más lógica, la segunda ofrece ventajas más inmediatas.
Es la más cristiana, la más politicamente correcta y la que nos hace parecer a los ojos de los demás como mejores personas.
Además, si la culpa de mi estado la tengo yo, la solución también está en mí, que soy al fin y al cabo el motivo de mi sufrimiento.
Y si la filosofía positivista triunfa tanto es precisamente porque, al contrario de lo que predica, nos permite seguir actuando como siempre, es decir, evitando el conflicto, con el añadido de que transforma nuestra pasividad en virtud.
Y es que, a pesar de haber sido explotada por todos los sistemas de poder, esta antigüa fórmula sigue funcionando.
Sufrimiento a cambio de superioridad moral.
El perdón y la pastilla del psiquiatra tienen el mismo objetivo: inducirnos a olvidar la ofensa y ofrecer la otra mejilla.
A cambio de no pensar (cuestionar). No de no sufrir.
A los católicos, que conocemos el ritual del perdón, (arrepentimiento, confesión, pena-expiación y finalmente absolución y comunión) esto podría chocarnos, pues aquí se nos exige perdonar sin ritual.
Pero desde cuando las leyes son las mismas para los poderosos que para los que carecen de poder.
El que carece de poder siempre ha sido imbuido a sacrificarse por el bien común, que no es otro que el de los poderosos.
Y es esto es lo que predican en el fondo muchas filosofías positivas o zen.
Y por eso se venden tan bien.
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Descubriendo a Epícteto (lunes, 28 mayo 2018 07:33)
La pasividad a largo plazo es más dañina que vencer el miedo inmediato de enfrentarte a tu ofensor
Con el peligro a veces inevitable de que la pasividad se extrapole a mas y mas aspectos de ti vida.... y acabes luchando por muy poquito... afortunadamente es reversible :-)