Diario de una pandemia: Necrópolis

Decía Moliere que aquel que crea que el humano es racional es porque no ha sido nunca humano.

 

Nos creemos racionales por haber abandonando la fe religiosa, hartos ya del silencio de Dios.

Pero matado Dios -cual eterno enamorado que, incapaz de estar solo, va emplamando relaciones- hemos sido seducidos de inmediato por los brillantes bezerros del progreso tecnológico. Nuevas doctrinas en las que depositar nuestra fe no se han hecho esperar.

 

El progreso nos convence porque constantemente materializa pruebas que certifican el advenimiento inminente de la tierra prometida. Algunos científicos optimistas consideran incluso que ya vivimos en ella; a partir de una selección de datos concluyen que es éste el mejor de los mundos posibles.

Una de esas pruebas es la proliferación de la vida (humana); cada vez somos más y será por algo. El hecho de que mueran menos niños y madres durante el parto así como que vivamos más años es, según ellos, la prueba última de que vamos hacia delante.

 

Pero aquí surge la pregunta (algo sacrílega) de si vivir es un fin en sí mismo.

 

Si al reducir la vida  a lo tangible y material estaremos perdiendo la sensibilidad para juzgar -cada uno para si- lo que es una vida que merezca la pena ser vivida. Si, como decía Tarkovski, la sociedad moderna, concentrada en el progreso tecnológico, no ha terminado por despojar al mundo de su espiritualidad. Si en el intento por conquistar lo infinito con lo finito no habremos perdido la noción misma de infinito. Un infinito que ha terminado por identificarse con la mera duración en el tiempo, que significa por ende la erradicación de la muerte.


La espiritualidad se ha diluido en la empresa de la superviviencia, una supervivencia que perseguimos ciegamente, aunque sea para seguir viendo la tele.

Y sería esta perdida de espiritualidad la que explicaría el hecho de que hayamos aceptado , e incluso reclamado, el encierro, como sacrificio necesario.


Pero a fuerza de evitar la muerte estamos convirtiendo (todavía puede empeorar) el mundo en un lugar ordenado y rígido, en el que todo riesgo, toda posibilidad de aventura, de contacto, de erotismo se ve sofocado de antemano en aras de la seguridad.

 

Sin embargo, desde las profundidades de nuestra alma, desde ese lugar donde reposan nuestros deseos más inconfesables, los que ni siquiera queremos saber, sentimos que esta vida segura es insoportable y nos regocijamos en silencio contemplando desde los balcones la destrucción de la sociedad. Como la tia autoconfinada de Proust que, por falta de energia o imaginación, era incapaz de dar a su vida el impulso necesario para salir al mundo y deseaba en secreto que éste impulso llegara de fuera, así fuese en forma de catástrofe o de dolor, pues sospechaba que no había ya otra manera de salvarla de su parálisis.

 

No podremos evitar la muerte, pero podriamos evitar la muerte en vida.

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