Del sentido poético de la vida

 

Es un lugar común decir que no aprendemos de la historia.

 

 

Mark Twain dió en el clavo cuando dijo aquello de que la historia no se repetía pero rimaba, pues por ahí debe andar el problema.

 

 

Concedamos que no es totalmente cierto eso de que no aprendemos de la historia. Aprendemos -algunos y durante un breve periodo- a reconocer y rechazar errores (socialmente condenados) pero solo bajo una condición: que se presenten con el rostro de siempre.

 

 

Por desgracia los vestidos con los que adornamos nuestras inmutables motivaciones están progresando constantemente, de modo que a menudo resulta casi imposible reconocerlas. Alguien dijo que precisamente esto era lo que caracterizaba a los genios y artistas; su capacidad de ver lo eterno e inmutable en lo particular y nuevo. Por desgracias los genios y artistas en cada generación se pueden contar con los dedos de una mano.

 

 

Suma sumarum: para ser efectivo (sin ser reconocido como opresor) al poder le basta con cambiar de traje y de discurso. Inmediatamente creeremos que se trata de algo nuevo.

 

 

Uno de los muchos ejemplos de esto es la actual y (casi) unanime condena del racismo unida a una incapcidad bastante considerable de reconocer otras formas de opresión. O nuestra ofuscación en eliminar instituciones decadentes (en comparación) como la monarquia o la iglesia mientras entronamos y damos la bienvenida con aplausos a las que son, desde hace ya algún tiempo, nuestras nuevas tiranias.

Nos ensañamos contra opresores ya vencidos y adoramos a los nuevos.

 

 

Twain diría que nos falta el sentido poético para la historia, que no pillamos la rima si no es literal.

 

 

Por todo esto podría suceder que, concentrados (y orgullosos) en el nuevo discurso (anticapitalista, solidario, feminista, concienciado, responsable y ecológico) la catástrofe nos pille desprevenidos. No sería la primera vez que no la vemos venir acomodados en un presente en el cual todo nos parece normal (hoy ya hasta lo nuevo).

 

¿Cómo explicar si no que en un par de meses hayamos llegado a aceptar que (siempre por nuestro bien) se nos obligue a andar por el mundo como si fuesemos potenciales enfermos (y tratar así a los demás)? ¿Cómo comprender que hayamos aceptado que esto no va a ser pasajero sino que formará parte de una nueva normalidad, a la que ya nos estamos acostumbrando sin ni siquiera saber lo que es?

 

 

La pregunta es: ¿porqué aceptamos todo, obedecemos ciegamente y odiamos tanto al desobediente?

 

 

Posibles respuestas (no excluyentes):

 

 

1.- Porque somos fundamentalmente cobardes (tenemos miedo a todo) y no nos sentimos con nigún poder (y menos que lo vamos a sentir cuando la social distancing vaya surtiendo efecto) para enfrentarnos a nada que se nos imponga desde arriba.

 

 

2.- Porque tenemos una extraordinaria cualidad que se llama credulidad (o fe).

 

 

3.-Porque somos los reyes del engaño, pero sobre todo del autoengaño.

 

 

4,.- Porque podemos proyectar la frustración que la castración de nuestras libertades nos podría provocar, si aun fuesemos capaces de sentir y percibir, en cualquier lugar; en nosotros mismos (enfermando), en el extranjero (siendo xenófobos), en el partido rival (convirtiéndonos en fieles votantes), en el incívico (ejerciendo de policias sin uniforme, antes desde el balcón, ahora ya desde la calle). Todo esto sin ser siquiera conscientes de que son proyecciones de nuestas propias frustraciones. Lo único que nos importa es tener una válvula de escape y, perezosos como somos, si la prensa nos propone sitios donde proyectar nuestra rabia, los aceptaremos sin cuestionarlos.

 

 

En fin, es nuestra naturaleza humana y como dice el dicho; no hay que pedir peras al olmo.

 

Pero no deja de ser fascinante que, siendo como somos el rebaño de siempre, nos sintamos tan orgullosos y tan distintos de los pobres esclavos del pasado.

 

 

Y pensándolo bien, puede que la catástrofe ya este ahí pero que no la hayamos visto venir, probablemente porque tambien esperamos que se presente con el mismo rostro que en el pasado y, no siendo tan espectacular, no la hemos reconocido.

 

 

Que nos la han colado, vaya.

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