Nadie tiene derecho a obedecer

 En los últimos meses una serie de expertos han estado dándole vueltas a una misma pregunta:

¿ porqué hay gente que no obedece?

 

Las respuestas oscilan pero van en una misma dirección.; los desobedientes sufren algún trastorno de personalidad grave y peligroso.

 

Aunque estos expertos no recurrieron a ella, el tema de la obediencia fue tratado en profundidad hace casi un siglo por Hannah Arendt.

 

Hannah Arendt (1906-1975) fue una pensadora del siglo pasado que vivió algunas de las grandes performance de la humanidad: dos guerras mundiales, el Holocausto y el lanzamiento de dos bombas atómicas.

 

Hoy nos horrorizamos ante la mínima alusión al Holocausto (es interesante que la bomba atómica no nos cause la misma conmoción) y, aunque por regla general no nos gusta pensar mucho en ello, cuando la situación nos obliga (visita a algún museo), acabamos llegando siempre a la misma pregunta, una de esas preguntas que los alemanes, en honor a Goethe, llaman la Gretschenfrage (pregunta clave), en este caso:

 

¿cómo pudo suceder algo así?

 

A Arend le atormentó toda su vida ésta pregunta; ¿cómo pudo el ser racional y progresado que era el alemán del SXX, organizar y llevar a cabo un genocidio de esas dimensiones?

 

Y sobre todo, ¿cómo fue posible que todo el mundo estuviese de acuerdo (no hubo grandes movimientos en contra) con una bestialidad semejante?

 

Arendt, que siempre se reservó el derecho a no ser asociada a ninguna causa (las feministas la odiaban por ello), no cesó en su empeño de llegar al fondo de la cuestión. Y parece ser que fue durante los juicios de Nurenberg que tuvo una revelación; observando detenidamente a Eichman, ese nazi impenitente que se negaba a hacer acto de contrición, no pudo descubrir en él ninguna cualidad extraordinaria.

Eichman no parecía ser ni un monstruo, ni un narcisista ni un psicópata.

 

¿Qué era entonces lo que distinguía a Eichman del resto de la humanidad?

 

Nada.

 

Esa fue la conclusión de Arendt.

 

Eichman era un burócrata común que se limitaba a cumplir las órdenes que le llegaban de arriba. Lo que hoy llamariamos un buen trabajador. Una persona cívica y responsable con su trabajo.

 

A partir de esta observación Arendt desarrolló su conocida tesis sobre la banalidad del mal; el mal no es exclusivo de seres perturbados. Algún tiempo después, un par de experimentos psicológicos ya clásicos, demostraron que además, esta banalidad del mal, era universal y no exclusiva del pueblo alemán.

 

Estos días hay en Berlín una exposición sobre Hannah Arend en el museo de historia alemán.

Tiene gracia que el Leitmotiv de la Expo sea una frase con la que Arend se hizo famosa (e impopular): "Nadie tiene derecho a obedecer".

 

Justo al lado, otro cartel te advierte que obedezcas las órdenes de los responsables del museo.

 

Hay un lugar común que dice que los museos son mausoleos del arte. Si visitas esta exposición podrás comprobar que no solo del arte. En este contexto la frase de Arendt pierde todo su significado.

 

Queda en anécdota histórica.

 

 

En el libro de comentarios la gente escribía: „necesaria exposición“, „gran mujer“ y cosas por el estilo. Todo el mundo salia compungido, pero satisfecho, convencidos de que todo horror pertenece al pasado.

(Es increible lo efectivo que es nuestro cerebro a la hora de reprimir)

 

Nadie parecía percatarse de la contradicción de la entrada, nadie parecía ver paralelismos con la situación actual. Hoy a los que no quieren obedecer ciegamente y se plantean preguntas se les llama negacionistas, narcisitas, psicópatas, incívicos, irresponsables y muchas otras cosas. Creemos tener una buena justificación para ello.

 

Tambien los nazis creían tener una justificación que les eximía de sentarse a discutir y les daba permiso para actuar.

 


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